viernes, 14 de enero de 2011


                                     UN POETA ENRAIZADO EN LA POESÍA

Escribe: Jorge Díaz Herrera

Entre los muchos decires sobre el arte, me quedo con este: El arte es la ficción arrancada de la realidad, la ficción proveniente de la ficción solo es ficción, mentira. El arte es la transfiguración de lo que uno ha vivido  biográfica o bibliográficamente. Alguien podrá decir: la ficción también es realidad. No entro en esa discusión, ya en ese tema estoy en paz.  ¿Por qué digo esto? Para resumir las palabras que antecederían al texto preliminar sobre el poeta José Watanabe. Y decir:  es una de las cimas actuales de nuestra poesía.  Sin dudas ni vacilaciones.  Desde su lejano Álbum de familia, cuyo título no lo circunscribe a un mundo doméstico, viene ya trazando su camino: Mi padre vino desde tan lejos/ cruzó los mares,/ caminó / y se inventó caminos/ hasta terminar dejándome sólo estas manos/ y enterrando las suyas/ como dos tiernísimas frutas ya apagadas./ Digo que bien pueden ser éstas sus manos/ encendidas también con la estampa de Utamaro/ del hombre tenue bajo la lluvia./Sin embargo la gente repite que son mías/ aunque mi padre/ multiplicó sus manos/ sólo por dos o tres circunstancias de la vida/ o porque no quiso que otras manos/ pesasen sobre su pecho silenciado./ Pero es bien sencillo comprender/ que con estas manos/ también enterraron un poco a mi padre/ a su venida desde tan lejos/ a su ternura que supo modelar sobre mis cabellos/ cuando él tenía sus manos para coger cualquier viento, de cualquier tierra.

Hay en esta voz poética una atmósfera muy propia, una intimidad universal. Versos llanos, claros, sencillos sin estridencias ni rebuscamientos sofisticados. Más que palabras, pensamientos. Más que pensamientos, sentimientos. Una voz poética que no altera su calma virtuosa de sabiduría empírica o aprendida, poco importa. Aunque se dice que lo que hay detrás del cuadro de un artista también forma parte del cuadro del artista.  José Watanabe es un poeta de alto pedestal. Qué duda cabe.

Desde su primer libro hasta los otros escritos por él tienen el sello de las estaciones donde se mecen la ternura, el dolor en paz, la alegría en paz. Sin prisas. Sin aparatosidades. Sin fingimientos. En Cosas del cuerpo por ejemplo: Por un flanco débil/ y breve, entre su seno y su axila, mi madre era tierna.  /Qué olor tan profundo, basal y glandular./ Su ternura/ tenía inmensa biología. /¿Por qué le exigías más/ ojo con lágrimas?

Una ruta poética indesmayable. Cada sustantivo en su lugar, en su lugar cada verbo, cada adjetivo, cada punto, cada coma, cada palabra y cada silencio. La poesía es más grande mientras más versiones sugiere. A veces pienso que lo más bello de la poesía es su claridad. A veces también su hermetismo. Y en José Watanabe ambos universos o magias literarias se entremezclan: dice y no dice lo que anuncia. No grita, susurra. No habla de una acera a otra, sino junto al oído. Goethe reclamaba que la niebla cubra su creación, para que se deje ver como los sueños.
Tuvo la feliz audacia de cantar a dúo con Sófocles: Antígona. Sobre esa canción
( toda poesía es canción) he escrito con cierta amplitud. La califiqué como su mejor obra. Reconozco mi prisa. José Watanabe no tiene mejor obra. Todas poseen análoga estatura. Su flamante Habitó entre nosotros qué otra si no esa afirmación nos pone en evidencia. Un Cristo cristiano y su entorno visto, oído, tocado, manchado y bañado por un poeta para quien nada deja de ser poetizable, más aún las sagradas virtudes del misterio. No es un libro mojigato ni menos aún animado por beatería alguna. Decir eso sería un pecado sin perdón. En Habitó entre nosotros, Cristo, es un personaje de la vecindad, vive entre nosotros, conversa con nosotros, bebe con nosotros, nace con nosotros y con nosotros muere y resucita. Es la alta confesión de una fe auroral, de una poesía que abre una ventana. Creer en el misterio es creer en la grandeza: una de las más elevadas virtudes, afirmaba Albert Eistein.

Lo justo sería repetir los poemas completos de Habitó entre nosotros. Pero quienes escribimos y leemos no somos dueños de todos los espacios, menos aún de los periodísticos. Tratar de serlo sería además una petulancia y una mezquindad frente a todos lo que ejercen este oficio. Baste por eso, y que me perdone el autor, que haga unas pequeñas confidencias sobre su persona y cuente con indiscreción que nos conocemos desde Trujillo de los años sesenta, girando y girando en derredor de lo que podía ser la literatura no solo en palabras sino también en carne y hueso. Vale decir, la belleza.

Parco. Introvertido. Más hablando con las miradas que con la boca. Sin pretensiones. Pero eso sí: severo en sus juicios, aunque no ofensivo.

En la poesía de José Watanabe hay un aire a naturaleza o a idioma recién nacido. Es una poesía inaugural, en cuanto da paso a una nueva forma o un nuevo camino para transitar con el lenguaje. La naturalidad de sus versos es parte esencial de su originalidad. Y ser original en estos tiempos ya es cosa seria. Ha merecido notables reconocimientos que no han alterado la vegetación del bosque que ha sembrado. Cosa notable. Cosa notable. Como que  me da la impresión de escucharlo afirmar acerca de otros frente que posean semejante atributo.

La precisión no consiste en ahorrar sino en saber gastar lo que se dice. Todo lo que no da, quita a la poesía. Y José Watanabe es, cosa indudable, un buen conocedor de esta reflexión perteneciente a tantos buenos creadores. 

En la poesía de José Watanabe hay una síntesis de la grata levedad y naturalidad de nuestros más significativos poetas. Me rectifico: no una síntesis. No. Esa palabra pertenece a los extintos telegrafistas. Digo mejor: una simbiosis, un ser orgánico nutrido por muchas vertientes: el misticismo de Vallejo, la candorosidad nada ingenua de Eguren, la imaginería desconcertante por sorpresiva de  Oquendo de Amat, la precisión de las rondinelas de González Prada...,  y todo mecido por la naturalidad de un viento de la calle, de la arboleda de un barrio que habita en el recuerdo, teñido de nostalgia y de esperanza. Paradoja. Buenos propósitos.

En este tiempo resulta tal vez una poesía escandalosa porque no produce estridencia ni escándalo. No se nutre de coprolalia, procacidad o posturas de figuretis. Baste decir que es la poesía de un verdadero y franco poeta. Y no poeta con franca rectitud de cojo amargo sino de poeta verde, contento y peligroso.

 Tres poemas de Habitó entre nosotros: El descanso en la fuente: Samaria, tierra poco amiga, míralo/ sentarse junto al pozo, solo,/ derrotado por los desiertos/.  Olvidado de su sed, ensimismado observa/ los trigales sin viento, las ovejas dormidas, en la colina las inclinadas hojas/ de humildes hortalizas, el reflejo del agua profunda/ abrillantando su ropa. En el mediodía/ todo alcanza la limpieza de su origen, /su tranquila plenitud/.  Ha encontrado una hora única e infinita , y está/ entrado en ella. Ahora/ Él está convencido:/ su eternidad es posible/.  Dale ya de beber, samaritana.

Resurrección de Lázaro: El poder de su voz venía del convencimiento, de que él era Él, y así llegó hasta tu sello de piedra/ para ordenar que tus carne entraran nuevamente/ en el tiempo/.  Y ahora limpia el atroz perfume de la muerte/ en agua clara y fresca: lava tus largas vendas7 en la corriente del río/ como los pobres desaguan los interminables intestinos de ganado/ que guisan y comen,/ y luego enróllalas/ y guárdalas/. Sé, pues, precavido/ porque nadie sabe hasta cuándo durará el terrible/ milagro. Él dijo que te levantaras y no dijo más, ninguna promesa. Tal vez solo tienes apurados días/ para contemplar con tus ojos de carne dediviva7 a tus hermanas comiendo pan y mollejas/. Debo decirte, Lázaro, / que aquí en Betania ya no tenemos noticias del Milagroso. Sin profetas nos sentimos muy solos/.  Cuando retornes a tu sepulcro/ no volverás a escuchar/ su voz impertinente detrás de la piedra.

El endemoniado: Vino el mal y calzó perfectamente/ en mí/ como una perversa lucidez/.  Mis ojos vieron cómo se desata/ el rencor/ en todas las cosas. Todo/ se retuerce/ como la boca de la gente, o se agesta/ ose va de uno. Se van/ la cuchara de mi mesa, mi mesa, mi casa,/ las calles, la ciudad, mi patria/ y quedo yo solo/ cada día, cerca de los cerdos, abrazado/ a esta piedra/ que no ama/.  Por eso lloro y me revuelco ante Ti. Dame/ de tu infinito aire de salud. Cúrame,/ pero no totalmente,/ déjame un pelo del demonio en la mirada: el mundo/ merece sospecha/ siempre.

La palabra no es una articulación verbal sino lo que habita dentro de uno para que brote esa articulación verbal,  una sombra, un símbolo. La lucidez del verbo en Watanabe le viene en verdad de muy adentro. No cabe incertidumbre.  Los malos versos se desmoronan y Álbum de familia, por ejemplo, ya ha cumplido cerca de treinta años y a medida que pasa el tiempo adquiere mayor solidez. Lo que indudablemente sucederá con Habitó entre nosotros *.

* Fondo editorial 2002- Pontificia Universidad del Perú. Serie ficciones POESÏA.



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